Treinta y seis días sin luna y unos ojos aparentemente engañosos, cuando en realidad son más reales que las casi cincuenta y ocho madrugadas que deje de dormir por una vaso de agua.
Cada mañana después de esa ausencia de brillo nocturno, cuando salía el sol creía que era una ilusión y cada parte de mi cuerpo temblaba por la vaga creencia y dolencia de creer que serías un recuerdo.
Cada expectativa de una naciente luna madrugadora aumentaba progresivamente mientras que mi amor por ti rebalsaba límites posibles, no, no te amaba, simplemente cada día sabía que te quería un poquito más, una mayoría que ya era superior a mi deseo.
Mañana a mañana, me levantaba y creaba una posibilidad un tanto imposible para ver si me resultaba y convencerme de que algún día entre nosotros podría resultar. Un sábado agostino, luego de que el fuego quemara mil y un recuerdos tardíos, salió la luna y mezclé aceite y agua. Llegaste y creo que inventé la ilusión de que en las noches de lunas somos el aceite mezclado con agua, pero que nos resultó.